¿Con qué Dios me relaciono?
- Pastoral Universitaria Landivariana
- 22 jul 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 27 ago 2020
P. Juan Arias.
El trabajo que se te propone es explorar cómo estás viviendo el segundo cuadrante existencial (La manera como damos cuenta de la relación que tenemos –o no- con lo divino).
En el contexto de los Ejercicios Espirituales no vamos a polemizar sobre la existencia de Dios o la posibilidad cierta de relacionarnos con Él. Suponemos que los ejercitantes son creyentes normales, comunes y corrientes. Aquellos, por ejemplo, tienen una cierta frecuencia a la eucaristía, poseen la cultura y prácticas religiosas heredadas de su familia; aquellos que, tal vez, han colaborado con su parroquia o con un grupo juvenil católico, etc. Como podrás observar, no nos estaremos dirigiendo a teólogos, místicos elevados o esos “laicos comprometidos que se las saben de todas todas”.
La idea de este material no es darte una cátedra de teología o ponernos a especular sobre un asunto que no vamos a agotar en un día. Suponemos que traes tu peculiar imagen de Dios y es con ella, con eso, con lo que vamos a trabajar.
Hasta el momento se te ha pedido que dediques ratos de oración dirigiéndote a Dios, diciendo, “Señor tal cosa”, “Te pido Señor que…”. Cuando haces esto, ¿A qué Dios te diriges? ¿Quién es Dios para ti? ¿Es cercano o distante? ¿Será acaso el Dios de los filósofos? ¿Será acaso el Dios difuso fuerza universal que presenta la New Age? ¿Cómo es tu relación con eso que llamas Dios?
Muchas veces, los católicos, tenemos imágenes de dios (así, en minúscula), adaptadas a nuestra medida. Estas podrían tener sus raíces en miedos infantiles, desconocimiento o sentimiento de culpa. También se puede tener una imagen de dios, producto de una idealización sobredimensionada de las figuras paternales (papá, mamá o quien haya ejercido ese rol).
El asunto no es saber si estás cultivando tu relación con un Dios falso o no. Todo el trabajo estará orientado a posibilitar una toma de consciencia de la que tienes y ampliar tu horizonte con relación a este tema tan importante para la vida espiritual de todo creyente.
El Dios en el que no creo…
Durante una entrevista en Roma con el fallecido cardenal Maximos IV, el anciano patriarca oriental me dijo una frase que conmovió a no pocos lectores: “Muchos ateos, en lo que no creen es en un Dios en el que yo tampoco creo”. Fue entonces cuando muchos de mis lectores me pidieron que escribiera un artículo describiendo a este Dios en el que yo tampoco creía.
No pretendí hacer una tesis doctoral sino más bien entablar un diálogo personal, vital y serio sobre todo con aquellos que aún pueden encontrar a Dios en el camino de su vida. Era entonces consciente de que cuando un hombre habla de Dios que vive en su ser, las palabras se le quedan siempre estrechas porque Dios es la vida y la vida no cabe en fórmulas. Toda palabra dice siempre más y menos de lo que contiene.
Sabía, y eso me consolaba de antemano, que me entenderían los sencillos, los limpios, los honrados, los inocentes y los que no se avergüenzan de llorar sus pecados; y sabía que más de uno habría descubierto con gozo que era menos ateo de lo que el se temía. El artículo que pasó la prueba del fuego y que me creó no pocas espinas fue al mismo tiempo una de mis mayores satisfacciones apostólicas.
Recordaré siempre entre los miles de cartas recibidas a través del diario Pueblo de Madrid donde apareció por vez primera, la de aquel matrimonio que me decía: “Le mandamos el recorte de su artículo para que nos lo firme. Nosotros somos ateos pero tenemos cuatro hijos pequeños y queremos que si un día creyeran en Dios, sea en este Dios que usted llama “el otro Dios”. No olvidaré tampoco la carta autógrafa de un arzobispo italiano, hoy muy cercano a Pablo VI, quien me escribía en plena polémica: “Su artículo es una de las mejores páginas que se han escrito después del Concilio; antes hubiera sido imposible. Será como una bola de nieve capaz de destruir muchos viejos prejuicios anticlericales. Mi más cordial enhorabuena, padre Arias.” No olvidaré tampoco la carta del joven universitario que me escribía: “Llevo varios meses meditando su artículo y finalmente me he decidido a hacerme sacerdote. Deseo darle gracias.”
En verdad que también me han hecho pensar quienes se han escandalizado de mis cuartillas hasta el punto de haber temido por mi fe. Pero mi conciencia es testigo de que mi artículo desea ser solo y exclusivamente un modo “nuevo” de gritar mi fe en ese Dios inefable que tantas veces me han pedido, hasta como una limosna, muchos que se apellidan ateos. Por eso he querido terminar mi libro con este escrito que es mi palabra de fe sencilla y honrada, imperfecta pero sincera, para mis amigos no creyentes.
Si, YO nunca creeré en:
El Dios que ame el dolor.
El Dios que ponga luz roja a las alegrías humanas.
El Dios mago y hechicero.
El Dios que se hace temer.
El Dios que no necesita del hombre y de la mujer.
El Dios lotería con quien se acierta solo por suerte.
El Dios árbitro que juega sólo con el reglamento en la mano.
El Dios solitario.
El Dios que “manda” al infierno.
El Dios que no sabe esperar.
El Dios que adoran los que son capaces de condenar a un hombre y más a una mujer.
El Dios incapaz de perdonar lo que muchos hombres condenan.
El Dios que impide al hombre y a la mujer crecer, conquistar, transformarse.
El Dios que exija al humano, para crecer, renunciar a ser humano.
El Dios que adoran los que van a misa y siguen robando y calumniando.
El Dios que le agrada la limosna de quien ni practica la justicia.
El Dios del “ya me las pagarás”.
El Dios que se arrepintiera alguna vez de haber dado la libertad al hombre.
El Dios mudo e insensible en la historia ante los problemas angustiosos de la humanidad.
El Dios que crea discípulos indiferentes a la historia de sus hermanos.
El Dios que ponga la ley por encima del hombre y la mujer.
El Dios a quien le falte perdón para algún pecado.
El Dios que se “cause el cáncer”.
El Dios a quien solo se le puede rezar de rodillas, a quien solo se le encuentra en la Iglesia.
El Dios que lleva al infierno al niño después de su primer pecado.
El Dios que no tuviera palabra distinta, personal, propia para cada individuo.
El Dios que nunca hubiera llorado por los hombres y las mujeres.
El Dios que no pudiera descubrirse en los ojos de un niño o de una madre que llora.
El Dios que no esté presente donde los hombres y las mujeres se aman.
El Dios que destruyese la tierra y las cosas que el hombre ama, en vez de transformarlas.
El Dios que no tuviera misterios, que no fuera más grande que nosotros.
El Dios que destruyera para siempre nuestro cuerpo en vez de resucitarlo.
El Dios para quien los hombres valieran no por lo que son, sino por lo que tienen.
El Dios indiferente que deja que a la gente buena le pasen cosas malas.
El Dios incapaz de divinizar al hombre, sentándole a su mesa y dándole parte a su herencia.
El Dios que no fuese amor y que no supiera transformar en amor cuanto toca.
El Dios incapaz de llenar de amor el corazón del hombre.
El Dios que no se hubiera hecho hombre con todas sus consecuencias.
El Dios en quien yo no pueda esperar contra toda esperanza.
¡Si, mi Dios es otro Dios…!

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